Ya está, me he dado por dejada. Cinco días sin noticias de
Cutie. Después de comprobar con un mensaje inocente que no había sido arrollado
por un tren o devorado por zombis, he asumido que el cachorro ya no quiere nada
con su cougar, así que he puesto en marcha el ritual “a otra cosa mariposa”
consistente en cambiar las sábanas, desconectar temporalmente el whatsapp y
acostarme con un antiguo amante o en su defecto con un completo desconocido.
Por suerte lo he hecho coincidir con fin de semana y he
podido arrastrar a mi amiga Dulce de su hibernación para irnos a bailar.
Minifalda y bota plana, en plan “mira qué bien estoy y casi sin proponérmelo”,
un par de sangrías gratis de esas hechas con pis de perro y vino reciclado que
nos ofrecen a las chicas para que llenemos los bares de tetas y estoy lista
para la caza.
El Agujero Negro (nuestra discoteca de cabecera) hoy no está
del todo mal. Bastante gente, pero sitio para bailar, muchas parejas pero pocos
borrachos (es temprano aún), así que me contoneo un par de merengues y una
salsa con Dulce y con un viejo conocido del lugar, intento que un principiante
no me disloque el hombro en una vuelta a traición y entonces le diviso: Un
rubio de ojos azules en un mar de mulatos, difícil no llamar la atención.
Me
espero lo peor (ya he visto a muchos guiris despistados que terminan por error
en un bar de salsa) pero saca a bailar a una chica y aguanta el tipo. Se conoce
los pasos, tiene ritmo. Saca a otra y luego a otra y yo, que no tengo nada que
perder y ya no me voy a echar atrás en mi plan de revancha, le miro
descaradamente (¿Es esa su novia? Bueno, qué más da) y me concentro en enviar
telepáticamente un mensaje (Tío, sácame a bailar que hoy pillas fijo).
Lo hace,
hablamos. Bailamos otra, me retiro “tengo que volver con mi amiga, pero ahora
repetimos” sin dejar de reposar mi mano en su hombro (hay que aportar subtexto,
no es infalible, pero tengo que jugar todas mis cartas). En el interín no dejo
de mirarle, pero esta vez además sonrío y me sonríe, separados por una nube de cabezas
que giran.
Una de sus amigas se le cuelga del cuello y le habla muy pegadita a
su oreja (¡Ay que se me adelanta!). Intensifico el contacto visual y
funciona, deja a la amiga y me vuelve a sacar. Me cuenta su historia y me dice
que aquí en España sólo conoce a gente de su edad y que echa de menos el trato
con abuelitos. Encima es tierno y aprecia la sabiduría, justo lo que necesito.
Vuelvo a mi amiga y está aburrida y con ganas de irse así que se me agota el
tiempo y con lo lenta que soy yo para estas cosas no es un buen escenario. Me
planteo pedirle el teléfono, pero entonces recuerdo que he cambiado las sábanas
y me he depilado porque el objetivo era llevarme a la cama a alguien hoy, no al
cine la semana que viene, y lo apuesto todo al rojo:
“Me tengo que ir, pero es
una lástima porque yo esta noche no quería dormir sola.” No me tiemblan las
piernas ni la voz (señal inequívoca de que en el fondo el muchacho tampoco me
debe de interesar tanto). “Dame un minuto, me despido de mis amigos y vamos a
mi casa. Vivo aquí cerca”. En mi cabeza una voz como de videojuego grita
“score!”.
Nos vamos a un bar para alargar un poco la cosa, hago un
chiste y descubro que no aprecia mi sentido del humor. Vamos mal, pero esto
puede remontar. Le dejo hablar, que siempre es más seguro y a medio tercio nos
besamos por primera vez. En un arranque de sinceridad le confieso que mi amante
me acaba de dejar y él me devuelve el gesto confesándome que me lo va a comer
todo. Yo recuerdo mi última conversación con Cutie, me bebo lo que me queda del
tercio de un trago y le arrastro a un taxi. La vocecita exclama “Bullseye!”
(Continuará)