Linda está triste. Ella sigue gesticulando, y riéndose, y
moviéndose muy deprisa hacia todos lados como hace siempre, pero tiene pena y
cuando se acuerda, llora.
Linda y su chico tienen problemas. Un gorila en la
habitación que ella ha visto hace tiempo y lo está llenando todo de pelos, pero
cuando intenta sacar el tema, él mira para otra parte y acaricia al perro. O
asa un pollo.
Cuando decidieron mudarse a Madrid hace unos meses, tan
jóvenes, tan guapos, tan enamorados y tan aventureros como son, nada hacía
presagiar que las cosas se iban a poner tan feas. Incluso ahora, si los miras
desde lejos, tampoco es fácil encontrar los indicios, porque no gritan, no se
pegan ni se tocan con otra gente, pero algo se ha roto, hay una fuga que está
empapando el colchón y no les deja dormir bien.
Linda me cuenta lo que pasa (o lo que no pasa) y yo la
entiendo porque también he estado ahí y no hace tanto. Es como si me estuviera
relatando mi historia, en otro país, en otro idioma, pero el mismo hastío, la
misma impotencia, los mismos silencios tristes, porque recuerdan a silencios
llenos de cosas. Los esfuerzos por lograr que vuelva a ser fácil, la lucha por
hacer cosas que no están en ti, que nunca han hecho falta, porque crees que eso
es lo que puede arreglar el problema. La culpa.
Yo a veces admiro a las parejas que se tiran cosas, que
rompen platos, se gritan y dan portazos, porque eso lo hace real, se ve, se
oye, molesta a los vecinos. Lo otro, mi versión, es tan silenciosa que da
angustia. Es la retirada a un rincón a morir como mancuspias, a ver cómo se
derrite el helado y deja mancha en la alfombra. No pasa nada, por eso nada
puede arreglarlo. Luego lloras un poco y al final, lo que queda es el vacío. Y
la vida sigue, un poco más fea, un poco más gris, un poco menos Linda.