Siempre que me he enamorado (o he estado a punto de
hacerlo), el componente racional ha pesado tanto como el emocional. El saber
por qué siento lo que siento, es tan importante como sentir en sí mismo. Ahora
tengo más razones para dejar a Pepe que para seguir con él, pero mis piernas no
responden a mi cerebro. En vez de huir, se abren. Y no son las únicas. Corazón,
estómago y ovarios se han unido en un complot contra mi cabeza. La consigna:
“No pienses, Beli, no pienses”.
¿Que prefiere esperar en el coche antes que subir a mi casa
mientras me preparo para ir a clase? “No pienses, Beli, no pienses”.
¿Que sigue paseándose por Meetic aunque en la misión se
detenga a incluirme en sus favoritos? “No pienses, Beli, no pienses”.
¿Que le cuento algo que me preocupa y él responde, “Ahaa” (sic, por No me interesa nada)? “No
pienses, Beli, no pienses”.
Ese maldito mantra me ha nublado, y ahora, lo cierto, es que
en lo único que puedo pensar es en estar con él. Ni alejamiento, ni cambio de
perspectiva ni leches. La estupidez es el precio que hay que pagar por sonreír
sin motivo durante toda la semana, por las hormiguitas en el estómago antes de
abrir sus mensajes, por la marabunta en toda mi piel cuando me roza con sus
dedos.
Tan perdida estoy, que hasta pienso que es posible, que es
“My dragon”. Y cuando no lo pienso, vuelvo a escuchar: “No pienses, Beli, no
pienses”.