Antes estaba todo muy claro: El hombre proponía y la mujer
rechazaba. Los roles estaban asignados y nadie se salía del papel por miedo a
ser considerado un marica o una furcia… Ahhh qué tiempos…
Pero luego llegaron Shere Hite y sus amigas, la
incorporación al mercado laboral, el replanteamiento de lo discutible de la
moral cristiana, la comprensión de que el sexo casual está la mar de bien
y que el amor tal vez no sea para toda
la vida y ¡kabuuum! El modelo reventó y todos caímos como piezas de puzzle sin
casar y sin saber muy bien cómo rearmarnos para formar otro dibujo que funcione
para todos.
El tema es que anteriormente, el macho debía hacerle creer a
la hembra que lo suyo iba a ser para siempre para que ella accediera a tener un
mínimo de contacto genital. O por lo menos convencerla de que había quedado
cegado por tanta belleza/personalidad/encanto natural o lo que fuera y sólo así
podía empezar el cortejo. Toda esa parafernalia ya no es necesaria e incluso,
en ocasiones, resulta contraproducente, pero las nuevas armas (o plumajes o
rugidos) aún no están del todo creados y testados y como consecuencia nos
perdemos en un mar confuso de mentiras que los hombres se obligan a contar y
las mujeres fingimos creer para que la cosa prospere y podamos terminar
felizmente en el catre o en el cine.
A nosotras, por otro lado, nadie nos ha enseñado cómo se
hace, así que tomamos dos vías: la de batir las alas (escote, culo en pompa,
rimel… varía según la morfología) o la de entrar a saco sin miramientos ni
pudor.
A veces resulta agotador. Y casi siempre frustrante.
Ya falta menos para que todo encaje nuevamente, y
probablemente mis alumnos disfruten de ello y vean los conflictos de
generaciones anteriores (como la mía) como problemas más propios de dinosaurios
que de homo sapiens.
Pero aún no está todo hecho, y quien diga lo contrario, o
miente, o encontró a su media naranja antes de los 26.
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