martes, 22 de mayo de 2012

El penoso ritual del cortejo


Antes estaba todo muy claro: El hombre proponía y la mujer rechazaba. Los roles estaban asignados y nadie se salía del papel por miedo a ser considerado un marica o una furcia… Ahhh qué tiempos…

Pero luego llegaron Shere Hite y sus amigas, la incorporación al mercado laboral, el replanteamiento de lo discutible de la moral cristiana, la comprensión de que el sexo casual está la mar de bien y  que el amor tal vez no sea para toda la vida y ¡kabuuum! El modelo reventó y todos caímos como piezas de puzzle sin casar y sin saber muy bien cómo rearmarnos para formar otro dibujo que funcione para todos.

El tema es que anteriormente, el macho debía hacerle creer a la hembra que lo suyo iba a ser para siempre para que ella accediera a tener un mínimo de contacto genital. O por lo menos convencerla de que había quedado cegado por tanta belleza/personalidad/encanto natural o lo que fuera y sólo así podía empezar el cortejo. Toda esa parafernalia ya no es necesaria e incluso, en ocasiones, resulta contraproducente, pero las nuevas armas (o plumajes o rugidos) aún no están del todo creados y testados y como consecuencia nos perdemos en un mar confuso de mentiras que los hombres se obligan a contar y las mujeres fingimos creer para que la cosa prospere y podamos terminar felizmente en el catre o en el cine.

A nosotras, por otro lado, nadie nos ha enseñado cómo se hace, así que tomamos dos vías: la de batir las alas (escote, culo en pompa, rimel… varía según la morfología) o la de entrar a saco sin miramientos ni pudor.

A veces resulta agotador. Y casi siempre frustrante.

Ya falta menos para que todo encaje nuevamente, y probablemente mis alumnos disfruten de ello y vean los conflictos de generaciones anteriores (como la mía) como problemas más propios de dinosaurios que de homo sapiens.

Pero aún no está todo hecho, y quien diga lo contrario, o miente, o encontró a su media naranja antes de los 26.

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