Este fin de semana he asistido a la presentación de una
diseñadora con mucho talento y un coraje envidiable. Tal y como están las cosas
en este país, se ha autoproducido, autofinanciado y autodistribuído. Una labor
donde se ha dejado un año de su vida y parte de sus ahorros.
Visto el éxito y la acogida que ha tenido, uno podría
esperar encontrarla borracha de ego y subida en un pedestal de autoestima.
La sorpresa ha sido cuando, en un momento tranquilo del
evento, en la intimidad de la esquina de los fumadores, nos ha confesado a mi
amiga y a mí, dos desconocidas, que no está feliz. No está feliz porque acaba
de romper con su novio.
El dolor de perder al hombre que ama podía más que la
alegría de ver por fin el fruto de su trabajo culminado y admirado por extraños,
amigos y expertos en la materia.
Y no estoy hablando de una de mis quinceañeras alumnas, que
cuando sufren un revés amoroso no tienen ganas de practicar el future simple y
se me echan a llorar en mitad de una oración. Estoy hablando de una mujer
preciosa, madura, inteligente y con muchísimo talento.
Supongo que, como decía hace un tiempo en este blog, no
somos tan distintos. A nosotros, a veces también, los sentimientos nos vencen,
y no atendemos a razones. Y nos ponemos las orejeras de burro que no nos dejan
ver más allá de lo que deseamos, aunque no sea lo que nos convenga, ni siquiera
lo que nos hace felices.
Pero yo me he ido de allí pensando que no es justo. No es
justo que se pierda el disfrutar de la recompensa que se ha ganado con esfuerzo
por culpa de un hombre tan ocupado con sus cosas que no había encontrado un
momento para ir a la presentación.
Mientra recogíamos los abrigos y la gente en la sala hablaba
de su trabajo, ella estaba escondida, con el móvil en la mano, diseñando una
disculpa.
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