Ayer asistí en primera persona a la cita más estrafalaria de
la que tengo constancia (superando a la primera y última cita online de mi
amiga Dolores, que pensé insuperable) y tengo el dudoso honor de haber sido la
artífice de la mayoría de los despropósitos. Empezando por el hecho de ser una
cita con dos finalidades muy concretas: ver una obra de teatro que me apetecía
y “romper” con el muchacho en cuestión. Y digo romper entre comillas porque no
sé si califica como ruptura el decirle a un chico con el que has salido una
sola vez, que no le quieres volver a ver.
Por supuesto, y como me temía, nada más apagar las luces, Stan
se puso a hacer manitas y yo, que ya me sentía bastante culpable, opté por
dejarme querer. Quién sabe, a lo mejor, aparecía la magia. He de reconocer que
por un instante entre medias de unas cosquillitas, pensé que era posible. Pero
luego se encendieron las luces y Stan seguía siendo el romántico tierno e
inquebrantable que no me atrae nada.
Pero antes de la cena me besó y yo me dije ahora sí, en el
beso se convierte en príncipe. Pero fui yo la que salió rana y me centré en el
lambrusco y en hablar sin respirar.
Paseamos por Madrid abrazados y mi cerebro, a demasiadas
revoluciones, agitaba los brazos para no ahogarse en el vino mientras intentaba
encontrar el momento y las palabras, hasta que en mitad del beso (el quinto, el
sexto, no sé, fue media botella) me separé violentamente y le dije:
- Tú y yo no vamos a ningún lado
- Pues vaya
(Continuará)
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